The only thing we have to fear is…fear itself.
F. D. Roosevelt
No solemos hablar muy a menudo de ello, pero está ahí. Todos hemos sentido miedo alguna vez en el agua, y el que lo niegue, miente o no ha surfeado nunca más de medio metro. Algunos de nosotros hemos tenido sustos; algunos tenemos amigos o conocidos que han muerto en el agua. Incluso en días pequeños, el peligro está ahí: el mar no es nuestro elemento natural, y al meternos en él, aunque solo sea unas decenas de metros, aceptamos ciertos riesgos.
En mi caso, ha habido un par de incidentes. Invariablemente, cuando ya tenía cierta idea: suficiente como para sentirme confiado, pero no bastante para ver que aquel día el mar me sobrepasaba. Estas experiencias dejan huella. Con la primera, por ejemplo, aprendí que podía asegurarme a mí mismo, tanto como quisiera, que no temía a la muerte, y que podía tener miedo pero nunca entraría en pánico.
Y una mierda.
Porque sí, entré en pánico. Durante uno o dos minutos (puede que menos, porque el tiempo se vuelve elástico en esas situaciones) mi cuerpo se movió en full automatic mode: el ritmo cardiaco se aceleró, los pulmones comenzaron a hiperventilar, la adrenalina recorrió todo el cuerpo. Supe que yo podía tenerle, o no, miedo a la muerte, pero que mi cuerpo quería vivir. Es una disociación extraña, primitiva, rarísima: como si de repente el control lo tuviera otro, uno que ni siquiera habías sabido que estuviera allí, todos estos años, de polizón.
El escenario, en un día más pequeño y gélido. El surfer soy yo. Foto: David Trias
La segunda vez tuvo que ver con corrientes, y me dejó para la posteridad una desconfianza hacia los espigones y rompeolas con la que recién ahora comienzo a tratar.
A lo largo de todos estos años he conocido gente con miedos inconfesables en el agua: a lo que haya debajo, a las corrientes, al tamaño… Y todos estos años me he visto reflejado, de algún modo, en ellos, en algún momento u otro. Curiosamente, lo que en algunos dispara el miedo, en otros dispara curiosidad. Confieso haber salido del pico para investigar qué era lo que unas gaviotas picoteaban una y otra vez (una rata muerta) o para acercarme a una hermosa medusa de color azul brillante, una auténtica preciosidad, mientras mi compañero me gritaba que volviera, que ni la tocara. Otras veces, en cambio, he sido yo el que se ponía nervioso cuando un colega se quedaba demasiado tiempo en una corriente que lo acercaba a unas piedras, por ejemplo.
Colores mediterráneos para un día fácil.
Quizás el miedo es aprendido. Es muy posible. Lo que sí es cierto es que el miedo, además de ser un mecanismo de supervivencia, también es un magnífico aparato para boicotearse a uno mismo. En el agua, y fuera. Pero en el agua se ve con más claridad. Y convivir con él es complicado: no puedes desterrarlo, a riesgo de meterte en fregados de los que posiblemente no salgas airoso, pero tampoco puedes hacerle siempre caso, o ni entrarías la mitad de las veces. Es un equilibrio con el que cada uno, supongo, trata a su manera.
Personalmente, durante demasiado tiempo he dejado que el platillo del miedo pesara más que el de la diversión: me he privado de días de buenas olas porque “no lo veía claro”, porque “está demasiado grande”, por mil y una excusas inventadas, pese a ver cómo otros entraban y se lo pasaban pipa. O he entrado pero me he quedado en picos secundarios, de bastante menor calidad, porque no me veía seguro, o apto, o vaya uno a saber qué, para adentrarme a por la ola buena. Si a esto le sumamos mi rechazo a entrar en picos masificados, comprenderéis que no es buen negocio.
Entrar o no entrar… una de las cuestiones. Foto: Sarah Pérez
Curiosamente, siempre pensé que uno de los valores principales de surfear era, precisamente, arrancarte de tu zona de confort y obligarte a vivir con un poco más de intensidad. Durante algunos años incluso buscaba conscientemente olas más grandes, o con más agua, o spots con los que no estuviera demasiado familiarizado. Y creo recordar que fueron los momentos más divertidos del surf. Así que aquí estoy, lidiando con estas bestias, intentando recuperar el espíritu perdido, el entusiasmo de antes, el valor y el gramo de inconsciencia que antaño me hacía vibrar. Atreverme, en suma.
En el agua y fuera, pero en el agua, se ve todo más claro.