Por qué esto

Me llamo Joan, soy traductor y surfeo. Quiero decir que surfear forma parte importante de quien soy. Hasta cierto punto, surfear me ha hecho ser quien soy.

Yo antes era diferente.

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Foto: Celeste Corral

Hace muchos años, más de una década, yo era un trabajador insatisfecho en una gran editorial. Gestionaba contenidos de su página web y muy de tanto en tanto hacía reportajes e incluso reseñaba libros. De vez en cuando me daban novelas o ensayos y me pedían un informe de lectura. Esos eran los momentos buenos.

Allí descubrí que no soy bueno trabajando en equipo. Soy intolerante con los fallos ajenos (no tanto con los míos) y soy bastante maniático.
Yo llevaba ya tres años allí y estaba quemado. Ahora lo veo claro, pero en aquel momento no entendía muy bien qué pasaba. Solo sabía que tenía ira dentro, mucha ira.

No sé muy bien cómo ni por qué acabé teniendo aquel fondo de pantalla en el ordenador: una foto de los años 80 de Laird Hamilton haciéndose alguna de esas olas imposibles (¿Pipeline? ¿Teahupoo?) Cada mañana, al encender el aparato y tomar el primero de los 15 cortados que podían caer en un día, me decía a mí mismo: “el día que me largue, que lo deje todo… me pongo a surfear”. Así, en plan fantasía, porque ni siquiera sabía si en el Mediterráneo se podía, ni si se vendían tablas de surf, ni nada.
Mientras, el burnout iba creciendo. Yo ya no era del todo yo. Tenía ataques de ansiedad, dormía mal y me costaba horrores levantarme. Mi motivación era cero.

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Un día la empresa lanzó un plan de bajas voluntarias. La intención, supongo, era deshacerse de los trabajadores de más edad. Pero una parte importante de los más jóvenes pidió largarse. Entre ellos, gente tremendamente creativa, brillante, válida. Gente con la que he seguido en contacto posteriormente.

Hubo un tira y afloja y un día bajé del despacho de Personal con una baja firmada. Aquel día, alguien de mi equipo, durante una conversación, me dijo, sorprendido:

– Joan, tío… ¡Acabas de sonreír!

Hagamos un ligero fast-forward. Ha pasado un mes. Estoy en el mar, apoyado de un modo terriblemente desgarbado sobre una vieja tabla Bic que encontré de segunda (o quinta) mano. Llevo un neopreno de Decathlon de los de antes, esos que parecían de corcho de tan rígidos. Estoy emergiendo en medio de la espuma después de mi enésima clavada de punta. El mar hace conmigo lo que quiere; cada ola es una nueva centrifugada.
Saco la cabeza del agua y aspiro. Aspiro el olor salado del mar, el de la espuma (ese aroma dulzón que engancha como una mala droga). Noto el sol en mi piel, el frío en la cara. Estoy vivo. Es martes. Pienso en mis ex-compañeros, agonizando bajo focos fluorescentes en cubículos.

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Foto: Rafa Benjie

Cuando era muy pequeño, en el cole, nos hicieron un ejercicio de imaginar qué seríamos de mayores. A la pregunta “¿De qué te gustaría trabajar?”, yo había respondido: “Cualquier cosa menos oficinista”.
Veinte años después me daba cuenta de que mi Joan de primaria tenía toda la razón. Y en eso estamos, compañeros.

El surf, en cierta manera, me ha cambiado. Me ha hecho más apacible, más sonriente. Me ha hecho valorar cada momento. Me ha dado calma y tranquilidad. Me ha redescubierto la sensación de aventura. Me ha enfrentado con mis miedos. Me ha cabreado. Me ha frustrado. Y me ha dado algunos de los momentos en los que más vivo me he sentido.

Antes del surf, yo era un oficinista enfadado con el mundo. Cuando miro hacia atrás, a aquella época, ya no me veo a mí mismo. Veo a otra persona, con problemas y con historias diferentes. Ya no estoy enfadado con nada. Veo cosas que no me gustan, pero he aprendido que hay cosas que se pueden cambiar y cosas que no. Y que hay que ocuparse, no preocuparse.

Y que de vez en cuando hay que sacar la cabeza de la espuma, aspirar fuerte y notar el olor del mar y el calor del sol. Y recordar que uno está vivo.

Publicado por

taodelsurfing

Traductor. Escritor. Surfista cuando puedo. Loco por el cine, la ciencia ficción, las ballenas, las tablas setenteras, el Rock'n'Roll y el curry (no por ese orden).

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