LA NOCHE DEL CAZADOR

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«Uno no va a cazar elefantes con un rifle de aire comprimido. Si vas a cazar olas grandes, lleva un arma grande.»
Buzzy Trent

En una noche de esas maravillosas, de furgonetas, guitarras y cansancio tras horas en el agua, nos habíamos reunido un grupo bastante diverso de surfistas. Había italianos, españoles, alemanes e incluso australianos y la cerveza, en lata y botella, circulaba con tanta fluidez como las anécdotas. Conforme nos íbamos poniendo tiernos empezamos a desbarrar sobre la naturaleza íntima del surfing. No acerca del surfing como mundo, como estilo de vida o nada eso, sino directamente sobre el arte y técnica de surfear. 

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Eddie Would Go. A cazar presas grandes con armas grandes.

Sostenía el italiano, Simone, que era una especie de adicción inútil, y que era peligrosa, porque aunque te dieras cuenta de que eras adicto, era muy difícil escapar ella. Como había dicho Kelly Slater, «el surf es como la mafia: una vez que entras, ya no sales». 

Los australianos se reían de nosotros y decían que nos complicábamos demasiado la vida, que solo era diversión y que esa era la causa de que te engancharas. Lo bueno engancha. 

Como yo llevaba unas cuantas de más y era el más viejo del grupo (una constante que se iría repitiendo una y otra vez desde entonces) lancé una teoría que, sin embargo, mantengo pese a su impopularidad: el surf engancha porque enlaza directamente con nuestro instinto de cazador. 

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Los gatetes son el instinto cazador por excelencia. Foto: Getty Images 

El silencio que se hizo en el grupo (y algún gruñido) me dio a entender que no gustaba mucho. No éramos pocos los vegetarianos, e incluso alguna de las chicas alemanas era vegana: no costaba ver que mi índice de popularidad acababa de bajar varios enteros. Como soy así de petulante, y como iba borracho, decidí exponer más en profundidad la teoría. 

Puede gustarnos o no, pero el cableado de nuestro cerebro es muy, muy antiguo. De la época en que vivíamos en cavernas, nos despiojábamos a dentelladas y creíamos que el fuego era un dios que nos protegía de noche. De la época en que recolectábamos lo que encontrábamos para zampar, y salíamos a complementar la dieta con algún animalico que encontráramos. 

Ese cableado está ahí. Prosigue por mera desidia evolutiva: como nos fue bien (y, seguramente, nos benefició a la hora de prosperar como especie) la naturaleza nunca se ha encargado de borrar esas tendencias del ADN. Como ocurre con las tendencias agresivas o con nuestra capacidad de ver caras por todas partes, puede que ya no sea necesaria, pero cuando lo fue, quienes la tuvieron comieron más, se salvaron de los depredadores y follaron más, y pasaron los genes a sus hijos. 

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Pintura de las cuevas de Lascaux, Francia. 

Cada vez que oigo hablar a surfistas sobre surf (que es el 90% de sus conversaciones habituales) me pasa lo mismo: si cambiáramos los términos «ola» por «presa» y «tabla» por «rifle», el resultado no sería muy diferente. Como los cazadores, estudiamos a nuestra presa. Nos obsesionamos con conocerla, con describirla, con prever sus movimientos. Como cazadores, nos esmeramos por tener el arma más adecuada para ella. Como cazadores, somos capaces de viajar kilómetros y kilómetros, y de esperar con una paciencia infinita hasta que aparezca. Como los cazadores, nos cuidamos mucho de revelar los sitios en los que la caza está asegurada, y preferimos quedárnoslos para nosotros mismos. 

Ya en el agua, esperamos un poco más, estudiamos los patrones de sus movimientos, acechamos y en el momento que juzgamos adecuado atacamos. Incluso, la mayor parte de las veces, metemos en la ecuación al resto de cazadores para adelantarnos a ellos y cobrarnos más (y mejores) olas. No hay casi diferencias, excepto que, una vez cazada, cambiamos la sangre por la pared y todo se revela un juego, pura diversión. 

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Mark Richards fardando de quiver. En inglés, quiver designa al carcaj de las flechas de un arquero. 

Aquella noche no fui el tipo más popular. Íbamos ya muy pasados cuando dimos por terminada la jornada (al día siguiente el swell desaparecía, y la mayoría de nosotros nos dispersaríamos). La gente se fue un poco mosca conmigo, pero en un rincón, entre latas vacías de Estrella, un chico de Madrid, Edu, se reía bajo la nariz. 

– ¿Sabes qué? Me ha molado tu teoría, tío. No sé si estoy de acuerdo, pero me ha molado tu teoría.

Publicado por

taodelsurfing

Traductor. Escritor. Surfista cuando puedo. Loco por el cine, la ciencia ficción, las ballenas, las tablas setenteras, el Rock'n'Roll y el curry (no por ese orden).

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