«Vals para Debby»: la brillante, corta y trágica vida de Scott LaFaro

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«¿Es éste el mejor disco de jazz de la historia?», se pregunta, en las notas al dorso, el crítico musical Brian Morton: «¿Es posible que estemos, a 45 años de existencia pública de la música que denominamos jazz, ante el momento en que haya producido algo que pueda compararse, sin desventaja, con los clásicos europeos?»

Morton no da una respuesta clara a la pregunta con la que abre a bocajarro su ensayo. Más bien, dice, la respuesta dependerá del «inútil relativismo», es decir, de las preferencias personales de cada aficionado.

El disco en cuestión es Waltz for Debby, el segundo volumen publicado por Riverside del histórico concierto que dio el «trío clásico» de Bill Evans el 15 de junio de 1961. El primer volumen, titulado Sunday at the Village Vanguard (el mítico club neoyorquino donde se grabó), y los dos discos de estudio Portrait in Jazz y Explorations son las cuatro únicas grabaciones de, posiblemente, la mejor banda de jazz de la historia: Bill Evans, al piano; Scott LaFaro, al contrabajo, y Paul Motian a la batería.

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Lo de «la mejor banda de jazz de la historia» no es mío, tampoco, aunque lo comparto. El propio Miles así lo afirmó, y a lo largo de los años, artistas como Gerry Mulligan, Stan Getz o el propio Mingus lo han dejado caer, aquí y allá. No es una afirmación muy arriesgada, sobre todo porque es el tipo de afirmaciones que uno puede hacer ante el vacío. Por eso todos los héroes ya han muerto.

Bill Evans es un monstruo del piano, de la sutileza, de la expresión lírica. Llevaba unos cuantos años demostrándolo antes de conocer a Scott LaFaro, un jovencísimo contrabajista que había comenzado su carrera musical como saxofonista. Había tenido que abandonar el caño por problemas con los dedos debidos a una lesión deportiva. LaFaro, de familia calabresa, había mamado música en su casa desde su nacimiento, y antes de hacer el cambio definitivo al contrabajo había dominado el piano y el clarinete.

No tardó en hacerse notar entre la crema de músicos de jazz neoyorquinos por el sonido absolutamente único, resonante, cristalino, «angelical», en palabras de Morton, que era capaz de extraer de su instrumento. Para un aficionado medio es fácil identificar a algunos trompetistas (Miles, siempre aterciopelado y escaso; Freddie Hubbard, brillante y verborreico; Blue Mitchell, rítmico y agresivo). Más fácil aún es saber que ese saxo alto atropellado y de sonido algo mate es Charlie Parker, que ese saxo tenor profundo pero delicado es Sonny Rollins o que ese sonido absolutamente bluesy es Illinois Jacquet.

Del mismo modo, cuando escuchas a Scott LaFaro sabes inmediatamente que es él: nadie suena ni remotamente igual. Pero esa es también la diferencia: está solo ante los demás contrabajistas. Mingus, Haden, su particularidad procede no de su sonido sino de lo que hacen. Con Scott LaFaro su sonido habría sido suficiente para hacerle entrar en el Olimpo del jazz, pero iba a dar mucho, mucho más.

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Pon cualquier estándar de jazz previo a 1961 y escucha atentamente el contrabajo. Es muy probable que te encuentres una de dos posibilidades: la primera, la más habitual, es un «caminar» del bajo marcando los cambios de tonalidad, tarea a la que se dedicará (ese archiconocido «dum-dum-dum-dum») hasta que se le den unos minutos para su solo. En algún otro caso, pienso en Mingus, escucharás más bien un director de orquesta, un núcleo lírico y a la vez rítmico que distribuye juego como un buen central de fútbol.

A eso se limitaba el contrabajo de jazz hasta que Scott LaFaro derribó ese papel a patadas, acompañado por su compinche y alma gemela, Bill Evans. Porque Scott decidió explorar un nuevo camino, el de la «contramelodía». En los cuatro grandes discos de Evans y LaFaro, ambos músicos entrelazan sus líneas melódicas hasta un punto que resulta imposible escuchar uno sin escuchar al otro. Cada uno crea y ejecuta su propia, bellísima canción, que a la vez apoya y da sentido a la del compañero. A su vez, la melodía de cada uno solo tiene pleno sentido en el unísono y compenetración del otro. Oro. Oro puro.

Cuando añades el delicadísimo trabajo de orfebrería de Paul Motian en la batería lo que obtienes es filigrana árabe, joyería de altísimos quilates, música de una altura de vuelo que (esta es mi propia expresión de «inútil relativismo») jamás ha sido superada.

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Contestando a la pregunta inicial de Morton, y a la contrapregunta que opone, no sé yo si es o no es el mejor disco de jazz de la historia. Lo que sé es que me emociona como muy pocas cosas en este mundo lo hacen. Waltz for Debby es el disco de jazz que más me ha cautivado, emocionado, estremecido y flipado de mi vida. Y ojo, los otros tres miembros de la tetralogía se encuentran exactamente a la misma altura: solo es necesario comparar la versión original de Blue in Green (aparecida en el mítico Kind of Blue de Miles, aunque composición original de Evans) con la que el trío clásico de Evans cierra el magnífico Portrait in Jazz. De repente estos tres blanquitos son capaces de hacer que el primer quinteto de Miles, el Cáliz Sagrado, suene plano.

Scott LaFaro tenía 24 años cuando grabó el concierto en el Village Vanguard, el 15 de junio de 1961. A la semana siguiente, Stan Getz se lo llevó a tocar al festival de Newport, a la sazón el más importante acontecimiento del jazz mundial.

Diez días después, moría en un accidente de tránsito en Nueva York. Su contrabajo, un maravilloso instrumento fabricado por Abraham Prescott en 1825, que había sobrevivido a la Guerra de Secesión, sufrió graves daños. Años después sería restaurado y extraído del museo para conciertos en memoria de LaFaro.

Más dañado, moral y espiritualmente, quedó Bill Evans. Paul Motian cuenta que quedó «devastado, inerte, incapaz de tocar durante meses». Cuando por fin volvió, Evans seguía siendo brillante, un genio de las teclas, pero, él mismo reconocía, su mejor momento había quedado atrás, tendido sin vida en una carretera de Seneca, Nueva York.

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taodelsurfing

Traductor. Escritor. Surfista cuando puedo. Loco por la literatura, el cine y el jazz.

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